Entre que el Gafapasta es un
patoso y la Poligonera una desvergonzada no puede una ni tener un preoperatorio
tranquilo. Que anda una pachuchona y no le dan estos dos más que disgustos.
Habíamos pasado por la Clínica
Sardinero, que es como la Ruber pero sin infantas gorronas y en veterinario,
para ver cómo iba yo de mis bultos y determinar la fecha de la operación,
cuando el Gafapasta decide contemplar el ocaso desde las arenas de La Concha.
Así que nos estuvimos tomando un helado en los Jardines de Piquío y haciendo
tiempo, hasta que se desertizó la playa. Todo tan bien y tan fino, a pesar de
los nervios histéricos de la Gin, hasta que el Gafapasta decidió jugar al
fútbol con una roca enorme, se resbaló al patearla, hincó la rodilla en piedra
y escuchose un extraño click: el del mosquetón que controlaba a la niñata
abriéndose con el accidente.
Genial. Porque yo estaba suelta
como corresponde a mi donaire. Pero la nena salió disparada como alma que lleva
Belcebú, que me parece a mí que debió de ser el padre de la criatura. Para sus
rocas favoritas a olisquear, parecía dirigirse, hasta que se lanza al agua a lo
Esther Williams y avanza y avanza hasta llegar al límite del muro que separa La
Concha del Camello y se nos cambia de playa.
El Gafapasta se ataca, yo me
altero elegantemente pensando en que no hacemos vida, y nos dirigimos al cambio
de arenas para comprobar que todo el vodevil era como una canción de Chenoa:
Cuando tú vas, yo vuelvo de allí. Que la nena ya se había vuelto al punto de
salida, se había atacado al no vernos y se había dirigido en modo jet al
Casino. Como es horteruca y de barrio pues me pareció que iría a las
tragaperras, pero no: decidió recorrer toda la ciudad en busca de gatos,
basuras, palomas, basuras, cervezas, basuras, macarras y basuras.
¡La de horas que tardó en
aparecer la condenada! Yo ya le dije al Gafapasta que me dejara en casa, que me
ocupaba de la intendencia. Vamos, que me puse a cenar y a ver la tele, mientras
él alertaba a las redes sociales y bajaba michelines en un sube Santander, baja
Santander, atraviesa Santander hasta que regresó a casa con agotamiento
físicomental y sin Poligonera alguna. Madrugón y otra vez a las calles, pero
nada de nada, hasta que tuvo que parar para cumplir con su madre. Y la Gin, de
matinal dándole al vodka, como si lo viera.
En fin, que las redes fueron
movilizándose con rotunda eficacia hasta que la vieron en compañías extrañas,
ciega de pizza, alterada alteradísima y cansada cansadísima y la llevaron a
descansar al apartamento de Pequeño Monstruo, hermana del jefe.
Cuando por fin vino a casa me
acerqué, la olisqueé para ver si el aliento le cantaba a borrachaza, gruñí y le
dije que acabaría contratando a una institutriz, a Frau Rotenmeier o a Frau
Merkel, para que pusiera orden en semejante desorden. Pero que nunca más.
Porque lo peor de todo es que como además de barriobajera es envidiosa y
puñetera, todo fue para robarme el protagonismo. Pero ni por esas se le va a
arreglar, que Galliano me ha regalado una mañanita divina para un reportaje
exclusivo con portada en el Vanity Guau para contar mi operación y mi
convalecencia. Lo de su aventura, como mucho, saldrá en las cartas al director
del Superpop. Envidiosa.
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